La innovación es la fuerza que impulsa a la sociedad hacia adelante, y sin embargo, la historia nos ha enseñado una y otra vez que las ideas nuevas suelen encontrarse con escepticismo y resistencia. Desde los primeros automóviles que sustituyeron a los carruajes hasta el auge de la fotografía digital que desplazó al carrete, cada avance revolucionario ha enfrentado rechazo inicial. El miedo a lo desconocido, el apego a la tradición y la comodidad de los sistemas familiares crean barreras al progreso. Pero la verdadera innovación no espera permiso: desafía el statu quo, rompe los límites y transforma las industrias. Quienes reconocen su potencial a tiempo son quienes prosperan; quienes la rechazan, quedan rezagados.
A lo largo de los siglos, hemos tardado en aceptar el cambio, incluso cuando los beneficios eran evidentes. Basta con recordar cuánto tiempo tardaron los coches eléctricos en obtener aceptación general o cómo las plataformas de streaming como Netflix fueron en su día desestimadas por la industria del entretenimiento. Siempre hay una fase inicial de duda, donde los tradicionalistas intentan desacreditar u ostracizar la innovación en lugar de adaptarse a ella. Empresas y personas que se aferran a modelos obsoletos suelen hacerlo por miedo: miedo a perder el control, a dejar de ser la fuerza dominante de su sector o a no tener la capacidad de evolucionar. Pero, con el tiempo, la marea cambia y lo que antes parecía radical se convierte en la nueva norma.